Si hay un deber ser histórico sobre la mujer, en nuestro mundo occidentalizado por la fuerza, hay un peso extra sobre las espaldas de las mujeres de los pueblos originarios, sean sus descendientes o solamente ostenten vestigios de estas culturas en su sangre.
De alguna manera, sólo por ser quienes son, resultan el sector más golpeado de toda Latinoamérica. Según cualquier diccionario, esto se llama “discriminación”. Lo sociología y la antropología lo registran, la ley lo ignora del modo más vil y sólo las activistas levantan la voz, pero al ser parte de ese mismo grupo, su volumen es casi inaudible para toda una sociedad ensordecida por el prejuicio.
Sus realidades son equivalentes a las de millones de mujeres acosadas, vulneradas y estigmatizadas, pero, si alguna vez un caso ha llegado a la corte, se estrella allí contra la ignorancia que arguye dudar entre otorgar a esa comunidad poderes de autoregulación o intervenir ante hechos que, en cualquier latitud del mundo son claros ejemplos de abuso sexual, abuso infantil o femicidio.
Claro que ésto es la punta del iceberg bajo el que subyacen siglos de opresión, discriminación, autoexclusión, prejuicios y otros actos de deshumanización de las personas, teñidos de desprecio pero sobre todo, de ignorancia histórica, machismo y maltrato.
Las mujeres de los pueblos originarios se encuentran fuera del marco de la ley occidental, que le delega a la de su propio pueblo la resolución de los conflictos que las tienen por víctimas, sin tener en cuenta que estas normas fueron a su vez vulneradas desde 1492, hijas bastardas de una perspectiva colonial en la que el pueblo originario es la fuente de todos los males, la personificación de todos los pecados -término también impuesto y consolidado- y objeto de control, de juicio e -inevitablemente- del castigo directo o, indirectamente, de la falta de consideración que le diera validación y presencia. Olvidado el verdadero origen y la verdadera concepción y cosmovisión de los hijos de la tierra, se pretende que su ley rija; la ley de una cultura rota, tan silenciada que ya no se reconoce a sí misma.
»Curiosamente, mientras el argumento del respeto a la diversidad cultural no ha sido nunca un argumento válido cuando se trata de garantizar otros derechos, sí se esgrima la necesidad de respetar las “prácticas ancestrales” o el “derecho consuetudinario” cuando se trata de acciones que lesionan -por ejemplo- la integridad sexual de las niñas” Comisión de la Mujer de la Universidad de Salta, Argentina, año 2006.
Mi pueblo es gente humilde, que ha sobrevivido a masacres, usurpaciones e invasiones y que en 13 mil años de existencia conservamos en el siglo XXI valores que nos hacen humanos. Es realmente una aberración pensar que mi pueblo acepta la violación o el abuso de menores. Las mujeres wichí venimos del cielo, somos celestiales. En nuestra religión, el hombre es terrenal; alguna vez fue animal y para convertirse en humano tuvo que unirse con las mujeres. Ese es el valor que tiene la mujer dentro de la concepción wichí. De ninguna manera va a permitir el abuso sexual. Octarina Zamora, activista wichi.
¿Y por qué es esta la interpretación que se hace de la letra de la ley, a pesar de su “claridad” y de su “suficiencia”? Simplemente porque se enmarca en una mirada que, al estar tan cerca, tan naturalizada, ya no se cuestiona:
Si nosotros aceptamos que el abuso sexual es una pauta cultural, como dice la Corte, estamos aceptando que somos seres bárbaros y pervertidos. Y no es así. (Octarina Zamora)
“Ama japa; ama quella; ama llulla; ama suwa” (“Sé fiel; no seas holgazán; sé veraz; sé honesto”) escucharon durante siglos los niños de los pueblos andinos de Ecuador al nacer. Pero esto lo escucharon después de la conquista. En los siglos anteriores al prejuicio, el niño andino no nacía cargando esa recomendación de bienvenida, porque se lo sabía puro y maravilloso.
Por sobre las normativas municipales, provinciales e, incluso, nacionales -casi a un cuarto de este siglo XXI- rigen los Derechos Humanos. Pero éstos no son, como se cree, una concesión de los estratos de poder. Son ejercidos gracias al celo y al compromiso de los semejantes, que son los únicos que pueden asegurarnoslos.
Fotografía por @origins_of_midwifery Etiquetado derechosderechos de las mujeres indigenasfeminicidiomujeres indigenas